La antesala al cielo




Todo estaba oscuro. No queda nada, ni la luz que avivaba la esperanza, ni la penumbra que anunciaba un nuevo amanecer. En aquel lugar en el que las voces del pasado amedrentaban al futuro y en el que las sombras eran más que sombras, él se encontraba a oscuras y abandonado de repente al miedo. Después de tantos años de implícita locura, el anciano se encontraba al fin a solas con su mente. “¿Cuánto tiempo de oscuridad se necesita para que se haga la luz?”, se preguntó en silencio, sentado en la mitad de la nada. La impaciencia comenzaba a moler sus huesos y la desesperación comenzaba a dejar de ocultarse. Sus pensamientos vagaron hasta el comienzo de los tiempos. Había habido oscuridad antes que la luz… la oscuridad nunca había tenido hábitos muy sedentarios.

- ¡Que se haga la luz! – pronunció con fingida solemnidad. Ante el sorprendido anciano se encendió una luz diminuta pero tan brillante entre esas sombras que el anciano tardó en acostumbrar sus ojos a ella. Tras observarla en silencio, comprendió que aquella luz diminuta estaba compuesta de aun más pequeños colores que se mezclaban y movían formando y deshaciendo el contorno de una semilla. Sin ningún objeto con el cual comparar, el anciano tardó en darse cuenta de que el amasijo de luz y color crecía de tamaño. Poco a poco, la inconstante semilla comenzó a tomar la forma de un bebé y en aquel profundo silencio, el uniforme bebé lloró.

Del bebé de luz surgió entonces la voz y las curvas de una mujer. - Ya, ya, corazón. Tendrás el resto de tu vida para llorar. Sonríe ahora que eres puro-. La mujer acunó al bebé en sus brazos hasta que se calmó y entonces miró al anciano.

- Madre… 

La mujer sonrió y extendió su brazo hacia él. El anciano intentó anhelante alcanzar aquel calor materno, pero de su vientre surgió un nuevo amasijo de colores que tomó la forma de un niño pequeño que corría a alcanzar a su madre. El anciano contempló con amargura a su yo, ochenta años más joven, correr hacia su madre. La escena no tardó en cambiar, su madre y su yo infantil se combinaron hasta formar una figura alta y de rasgos firmes y crueles. Su padre.

- ¡No hay lugar en este mundo para los débiles! – rugió su padre con dureza.
- ¡Padre, padre! ¡Cuánto lo lamento, cuánto lo siento! – balbuceó el anciano llorando.

Pero el padre sólo tenía ojos para el adolescente desaliñado que se mordía los labios para no llorar.

- ¡No hay lugar para los débiles! –. La voz de su padre hacía eco en la nada mientras volvía a ser sólo luz y color.

El anciano se vio entonces a sí mismo el día de su graduación. El muchacho de cabello oscuro y ojos tristes rasgaba su diploma sin dejar de llorar.

- ¡No hay espacio para los sueños en un mundo tan gris!

El anciano quiso gritarle que aún quedaba tiempo, que no era demasiado tarde, pero el muchacho no tardó en ser reemplazado por los colores danzantes.
El anciano, exhausto, se sentó en aquella extraña oscuridad con los ojos fijos en la luz brillante que comenzaba a cobrar una nueva forma. El anciano suspiró resignado. Quedaba mucho por ver y a aquel muchacho de sueños destrozados le quedaba aún mucho por llorar. Vendrían después todos los que nunca había podido amar, vendrían los reproches y los gritos y reviviría todos sus errores con impotencia y arrepentimiento. En aquella antesala al cielo, el anciano esperaba tranquilamente su muerte. Faltaba aún mucho por redimir, aunque nunca había pensado que para conseguir el perdón eterno tendría que revivirlo todo de nuevo.

Faltaban aun todos a los que había matado y sobre todo, los que no había podido salvar. 

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